Durante los últimos años ha aumentado la preocupación por una tendencia cada vez más extendida entre el público de reemplazar las fuentes de información tradicionales, como periódicos o cadenas de radio y televisión, y en su lugar acudir a Internet y consumir la información que llega a través de las redes sociales a pesar de que el origen de las historias no suele estar claro y no es fácil averiguar si los datos son veraces y están contrastados.

El temor a que esta situación lleve al público a consumir propaganda y noticias falsas ha alcanzado su punto álgido tras los resultados de la elección presidencial estadounidense en 2016 puesto que se sugiere que las noticias falsas que circularon en los meses previos fueron determinantes en su desenlace. El creciente fenómeno de las noticias falsas se convierte, de hecho, en una amenaza para la democracia en la medida en que ataca el propio derecho a la libertad de información, el pluralismo y la libertad de los ciudadanos de formarse libremente sus propias opiniones y, en última instancia, socava la confianza en los medios de comunicación en general.

Las noticias falsas son informaciones deliberadamente incorrectas o inciertas y su aparición no es ninguna novedad porque siempre ha habido ejemplos de mal periodismo y manipulación. Lo novedoso es que esas noticias falsas, una vez creadas por fuentes maliciosas, se difunden viralmente a través de las redes sociales y los usuarios las consumen en la creencia de que son fidedignas a pesar de que no se las ha sometido a ningún control de calidad pero han sido compartidas por aquellas personas de su círculo de confianza. De ahí que, en la búsqueda de soluciones para atajar el problema, se ha reclamado la colaboración de las empresas de distribución de contenidos y del mismo modo que ya han aceptado que tienen una responsabilidad social para combatir la piratería online y la difusión de contenido ilegal, se considera necesario que ayuden a redirigir la difusión de las noticias falsas en las redes sociales. En esta línea, las grandes tecnológicas han comenzado a implementar sistemas combinados de filtrado de los contenidos que difunden para su verificación, en concreto, mediante fórmulas algorítimicas, equipos de fact-checkers o colaboración de los usuarios.

Pero estos métodos de control de contenidos por parte de empresas privadas plantean preguntas vitales para la democracia. En primer lugar, la dificultad de determinar con carácter general una definición de noticia falsa puesto que es necesario distinguirla de otras manifestaciones legítimas de la libertad de expresión como pueden ser las bromas o las opiniones partidistas. En segundo término, la posibilidad de que un poder privado limite y pueda afectar de forma determinante y tan generalizada al derecho a la información y a la libertad de expresión. En último lugar, la falta de transparencia que suele acompañar a las fórmulas algorítmicas que las redes sociales aplican para seleccionar —o, en este caso, vetar— las noticias que se difunden.

Entendemos que el reto que plantean las noticias falsas exige un cambio de paradigma no solo en relación con los instrumentos que se habiliten contra ellas sino también en los sujetos implicados en la batalla.

Por lo que se refiere a los instrumentos, la solución ha de venir de la tarea de verificación. En las sociedades democráticas y libres tiene que estar garantizado el libre flujo de tanta información como sea posible y las restricciones han de reducirse al mínimo lo que sugiere que se evite la sobrerregulación de la Red y muy especialmente, el establecimiento de sanciones penales para combatir las noticias falsas. La verificación, por su parte, ha sido desde siempre el elemento clave en la tarea periodística y puede contribuir a la selección de la información confiable siempre que se conozca el criterio que se aplica y el usuario tenga el control final sobre los contenidos que desea consumir. Esto significa que la colaboración prestada por las empresas tecnológicas en la búsqueda de la verdad informativa puede ser positiva en los términos que se plantean actualmente (diseños tecnológicos, verificación humana y colaboración de los usuarios) siempre que estén presididas por la obligación de transparencia de modo que la sociedad sea consciente de qué fórmula o criterios son los que controlan el flujo informativo al que se nos permite acceder o se prioriza en nuestras redes sociales. Pero, además, el control de contenidos debe finalizar con un etiquetado que sirva de aviso al usuario sobre la baja o nula calidad de la noticia dejando a aquel la libertad de decidir por sí mismo.

En relación con los sujetos, se viene reclamando con acierto la implicación del Estado, los medios de comunicación, las empresas tecnológicas y la sociedad civil. En esta línea, la Unión Europea ha impulsado numerosas iniciativas, entre otras y singularmente, un Código de Buenas Prácticas sobre desinformación común para todas las plataformas en línea. En España, destaca la iniciativa de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información que ha presentado un decálogo que pretende servir de base para consensuar estrategias comunes que combatan la proliferación de las noticias falsas y sus efectos en el periodismo y la sociedad. Estas fórmulas llaman a todos los actores de la cadena informativa a combatir y no fomentar la difusión de noticias falsas para lo que debe alcanzarse una definición consensuada sobre qué debe considerarse bulo o noticia falsa y qué no. En este compromiso coral a los medios les incumbe el deber de informar de la procedencia de los contenidos que elaboran o de los que se hagan eco así como facilitar la trazabilidad de sus informaciones y contenidos, tarea en la que cuentan con la contribución de cada vez más equipos de verificación que investigan la desinformación y la desmienten. Desde los poderes públicos deberán promoverse campañas de alfabetización mediática y digital que aumenten la capacidad del público para detectar las noticias falsas así como facilitar herramientas que les permita verificar la fiabilidad de su contenido, cabecera o web. Y, finalmente, las empresas de distribución de contenidos deben ser consideradas como empresas con responsabilidades en el ecosistema informativo en atención al volumen que representan las noticias en su flujo de actividad por lo que han de desarrollar mecanismos que castiguen los bulos, entre otros, con herramientas que permitan filtrarlos del flujo de contenidos compartidos.

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Por Cristina Pauner Chulvi. Profesora titular de Derecho Constitucional de la Universitat Jaume I de Castellón